El término Cafe Racer -sin acento- cuya traducción literal sería “corredor de café o de bar”, nació a finales de la década de los 50 entre la juventud inglesa, para definir una tendencia motociclista estrechamente relacionada con un estilo musical entonces en plena eclosión.
Hoy suena a clásico pero en aquel momento era de rabiosa actualidad. The blues had a baby and they named it rock and roll. En efecto, descendiente directo de la piedra angular de la música moderna, el rock salta el charco en disco y aterriza en Europa. Sus seguidores adoran a Bill Haley, Eddie Cochran, Jerry Lee Lewis, Buddy Holly y sobre todo al icónico Elvis Presley -antes de su entronización como rey de la solapa kilométrica-, y también a esos chicos un poco raros que empiezan a despuntar llamados Rolling Stones.
El Rock’n’Roll atrona las juke-boxes de los pubs -toma anglicismos- frecuentados por rockers, también llamados leather boys por influencia de la película The Wild One (Salvaje, 1953) que protagonizara Marlon Brando. Prohibido en el Reino Unido y consiguientemente mitificado, el filme prefiguró un estilo estético: cazadoras de cuero, pantalones vaqueros, ruidosas motos modificadas y cierta pose rebelde.
Un rocker con un motor y dos ruedas entre las piernas se convierte en ton-up boy, en coffee-bar cowboy o en cafe racer; sinónimos pero con matices. El chico-más-allá-de-la-tonelada no tiene porque ser un gordo descomunal; en el argot inglés del motor, ton significa cien millas por hora. Ya que el vaquero de cafetería se desplaza de un bar a otro montado en su caballo mecánico, la denominación cafe racer define al hombre y, por extensión, a la máquina.
El Ace Café, en la North Circular Road de Londres, es uno de los garitos más concurridos por esta selecta parroquia. A principios de los sesenta, explica Mike Clay en su excelente libro Café Racers (Osprey, 1988), congregaba en sus alrededores a un millar de motos, según cálculos de la policía. Con sus mesas de formica atornilladas al suelo, al igual que las sillas –nada, mera prevención-, el Ace estaba abierto las 24 horas del día; a las ocho empezaba a llegar la peña motera, y a partir de medianoche la carretera quedaba despejada, lista para los burn-ups (estripadas) hasta el Bussy Bee, otro antro mítico situado 12 millas más allá, en el cruce de Watford o el Club 59.
Con la música de las juke-boxes nace una de las actividades favoritas de la panda: las carreras de discos. Las reglas son muy sencillas: poner un disco, subirse a la moto, recorrer un circuito preestablecido lo más rápido posible y volver al bar de partida antes de que termine la canción, eso sí, con gran estruendo de escapes, frenazos al límite y aires de tranquis, todo controlado. Vamos, haciéndose notar.
Este circuito, abierto al tráfico normal, solía tener unas tres o cuatro millas e incluía rectas, curvas, puentes y cruces. Para completarlo en los casi tres minutos que duraba el single hacía falta una media de más de 110 km/h. Antes de soltar una risita condescendiente pensemos un momento lo que suponía hacerlo sobre aquellas motos, equipadas con aquellos neumáticos y aquellos frenos, y corriendo por aquellas carreteras…
Motos con cafeína
Vamos a hablar de la maquinaria. Las cafe racers eran en general monocilíndricas y twins de entre 500 y 850 cc -de fabricación británica, of course, aunque no faltaban modelos italianos y alguno alemán-, casi siempre con unos cuantos años encima; modelos de mediados de los 50 que podían adquirirse por poca pasta y modificarse a gusto del usuario: BSA Lightning, Spitfire, Shooting Star, Super Rocket y Thunderbolt; Matchless G12 CSR y G15; Norton Atlas, Dominator y 650SS; Royal Enfield Super Meteor, Constellation y Continental; Triumph Trophy y Bonneville; Velocette Venom y Viper Clubman; Vincent Grey Flash…
Pero la pionera indiscutible del asunto fue la BSA Gold Star -su versión DBD34 Clubman, hoy buscadísima, representa la quintaesencia de la cafe racer-, cuya concepción básica databa de finales de los años 30. A mediados de los 50 apareció el modelo de 500 cc, ya con carburador Amal GP, una potencia de 40 CV a 7.000 rpm y escape elevado por atrás. Las Gold Star eran tan rápidas (177 km/h de punta) que lograban zafarse de los Daimler Dart SP250, un roadster de aspecto algo vampiresco empleado por la policía para las persecuciones por carretera. Pese a su motor V8, el Dart tenía el handicap de la transmisión automática, ajustada para cambiar a 65 millas por hora, justo en el momento de darles alcance. Damned!
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Montaje BSA Gold Star, colgado en Youtube por Bike Life
Por su lado, la Triumph T110, lanzada en 1954, era una vertical twin de 650 cc tan pistonuda que dejaba a los usuarios de las Goldies friendo sus embragues en los semáforos debido a la larguísima desmultiplicación del cambio BSA. Eso sí, casi siempre era modificada con el fin de tratar de paliar su nefasta estabilidad (el chasis flexaba sin compasión). Cinco años después llegó su evolución T120 Bonneville, la venerada Bonnie, hoy clásica entre las clásicas.
De ahí salieron unas máquinas mestizas, hibridadas entre lo mejor de cada casa. La madre del cordero nació en un lecho de plumas, el Featherbed -icono indiscutible y cuna de las Norton Manx-, y tras maridarlo con un propulsor Triumph acabaría pariendo una extraña criatura de nombre Triton. Había nacido la cafe racer por antonomasia.
Luego vinieron las Norvin (con chasis Featherbed y el contundente V-twin Vincent), Tribsa y otras nobles bastardas. Pero la receta más común consistía en un cóctel formado por bastidor Norton, motor Triumph, depósito de aluminio sin pintar, asiento monoplaza con colín integrado, semimanillares bajos, estriberas retrasadas, escapes Dunstall, tambores de doble leva Grimeca y horquilla Manx Roadholder.
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Primeras revoluciones de una Triumph Triton, en Youtube por kingfisherboater
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