Cuando hay juegos de interés encima de la mesa, las palabras suelen retorcerse a fin de crear imágenes confusas. Así las cosas, la mercadotecnia del automóvil juega recurrentemente al despiste a fin de crear sus campañas comerciales. De esta manera, la producción de baterías -contando todo lo relativo al proceso extractivo de los materiales- se hace pasar por ecológica en un obvio ejercicio de blanqueo publicitario.
Algo a lo que, de una manera u otra, ya estamos acostumbrados dentro de la sociedad del consumo. No en vano, en ella se tergiversa constantemente el significado de no pocas palabras de cara a crear iconos aspiracionales y objetos de deseo. Esos mismos que, en base a modas o símbolos de estatus social, generan nuevos mercados al ritmo marcado por la obsolescencia programada o el crecimiento de la producción.
En este sentido, la proliferación de los SUV ha ejemplificado muy bien todo esto. Es más, resulta francamente imposible comprender su espectacular auge en los concesionarios si no se tiene en cuenta cómo han sido trabajados desde el ámbito de la publicidad. Para empezar, los primeros SUV llegaron justo en un periodo marcado por el dinero fácil previo al estallido de la burbuja especulativa. Así las cosas, una gran cantidad de nuevos adinerados recibieron de buena gana cualquier producto tan ineficiente como ostentoso.
Primer paso para pasar por alto la lógica inherente al diseño, rebasada aquí por el afán de generar lucro en base a nuevos y efímeros mercados. Además, volviendo al uso de las palabras el auge de los SUV utiliza de forma como mínimo discutible el término “deportivo”. Y es que, en puridad, un vehículo con peso generoso, un alto centro de gravedad y aerodinámica problemática no debería ser clasificado como deportivo.
Sin embargo, en el caso de estos automóviles el concepto va más unido a una visión dinámica de la semana que al desempeño en la conducción. Compatibilizando el transporte diario con viajes ocasionales con el deporte en la naturaleza como fin. Es decir, nuevamente lo deportivo deja de ser un hecho tangible en el diseño para convertirse en una máxima aspiracional. Claro está, asociado a otros muchos elementos relacionados con un determinado estilo de vida. En suma, un producto comercial tan bien pensado como en los años sesenta pudo ser el conjunto “utilitario y vacaciones en la costa”.
Dicho esto, al mundo de los SUV se le puede seguir la pista desde décadas atrás. Para empezar, gracias a vehículos como el Subaru Leone Estate unir una tracción 4WD al cuerpo de una ranchera compacta empezó a normalizarse. Sin embargo, en este caso sí debemos señalar una lógica práctica, puesto que este modelo ponía las cosas más fáciles a no pocas familias del ámbito rural. Algo muy diferente a lo interpretado en 1948 por el Willys Jeepster.
Creado al hilo del éxito del Jeep tras la Segunda Guerra Mundial, en este vehículo nada es lo que parece. En primer lugar, a pesar de contar con trazas de todoterreno la tracción no era 4×4. Es más, siquiera hubo una versión disponible en este sentido. Además, aunque al año de presentarse se dispuso en la gama un motor con seis cilindros, su primera motorización fue un bloque de cuatro con 63 CV. Según pruebas de la época, realmente insuficientes para mover un vehículo tan pesado.
Con todo ello, aquel vehículo donde el aspecto y la aspiración a un determinado modo de vida pesaban más que el diseño y la eficiencia supuso un fracaso comercial. Todo lo contrario a lo interpretado hoy en día por los SUV. No obstante, en la génesis del Jeepster hay un dato que nos puede ayudar a comprender el porqué Willys lanzó este modelo. Y es que su diseñador fue Brooks Stevens. Uno de los pesos pesados del diseño industrial en los Estados Unidos, clave para entender la formulación de la obsolescencia programada. En fin, un hombre claramente enfocado a crear nuevos -y pasajeros- objetos de deseo con más lógica lucrativa que calidad en la ingeniería. Todo lo demás, se hilvana solo.
Fotografías: Classic Cars