En gran medida, los años setenta son el cimiento desde el cual comprender al automovilismo contemporáneo. No en vano, durante aquella década todo lo relacionado con la seguridad y la eficiencia energética experimentó un auge sobre el cual se asentó el concepto de modelo compacto. Además, el contexto histórico acompañó a este cambio de conciencia a través de dos elementos clave en la evolución de la industria.
Para empezar, ya desde comienzos de los años sesenta el automovilismo había pasado a ser masivo en la mayor parte de Occidente. Es decir, muchas de las familias trabajadoras cosechaban los beneficios del desarrollismo económico al tiempo que aumentaban su nivel de consumo. De esta manera, desde Italia hasta España los automóviles populares fueron creciendo en número al compás de las nuevas viviendas o la irrupción de los electrodomésticos.
No obstante, todo aquello también tuvo un reflejo sombrío. Y es que, al poner sobre las carreteras a mucha más gente, el número de muertes en accidente de tráfico también se elevó preocupantemente. De hecho, en países como los Estados Unidos la estadística llegó a ser preocupante. Tanto que, de forma pionera, su administración pública empezó a tomar cartas en el asunto exigiendo a los fabricantes más innovación en el ámbito de la seguridad pasiva.
Asimismo, en 1973 el estallido de la Crisis del Petróleo incentivó una mayor conciencia medioambiental. No en vano, este conflicto puso encima de la mesa la dependencia de la industria extractiva. Siempre voluble en base a intereses geopolíticos o, en última instancia, la propia finitud de los yacimientos petrolíferos. Así las cosas, los fabricantes empezaron a tomarse muy en serio la eficiencia de sus motores implementando elementos como el turbocompresor o la inyección directa.
De hecho, esto venía a resolver dos cuestiones. La primera relativa a la economía de combustible cada vez más buscada por los compradores. Y la segunda, relacionada con el obedecer a las nuevas normativas en materia de emisiones. Especialmente estrictas en los Estados Unidos para disgusto de los deportivos con gusto por la carburación. Así las cosas, sea como fuese lo cierto es que el fetiche por la velocidad estaba en horas bajas tanto si se veía desde la seguridad como si se analizaba desde la eficiencia.
UN PACTO INFORMAL PARA LIMITAR LA VELOCIDAD
Para el movimiento ecologista Alemania siempre ha sido un país referencial. En primer lugar, ya en el siglo XIX se empezaron a formular allí las primeras críticas estructuradas a los efectos medioambientales inherentes a la industrialización masiva. Además, durante los años sesenta la creciente preocupación por la cuestión atómica engendró un amplio colectivo ecologista entre la juventud contestataria de los años sesenta.
Capaz de encadenarse a las vías del tren sin que esto fuera óbice a la hora de presentar sus listas electorales en los primeros partidos verdes europeos. En suma, durante los años setenta el debate sobre la ecología y las emisiones empezaba a ser una moneda común en Alemania. No sólo en sectores militantes. Sino también en ámbitos académicos, estatales y empresariales.
Llegados a este punto, la carencia de límites de velocidad en las Autobahn pasó a estar en entredicho. No sólo por la cuestión de las emisiones sino también por todo lo relacionado con la seguridad. No en vano, como antes señalábamos la popularización del automovilismo llevó pareja una gran cantidad de muertes en carretera. Un ambiente en el que la sociedad empezó a plantearse hasta qué punto estaba bien dejar abiertas las autovías a ciertos impulsos.
Más aún cuando, incluso siendo cada vez más seguros, los automóviles también eran cada vez más y más potentes. Así las cosas, en 1987 los tres grandes fabricantes masivos del país suscribieron un pacto tácito de cara a limitar electrónicamente la velocidad de sus modelos a 250 kilómetros por hora. De esta forma, Audi-Volkswagen, BMW y Mercedes consiguieron presentarse ante la galería como unas empresas conscientes y responsables para con el sino de sus tiempos.
Ahora, ¿cuánto había de verdad en aquello? Bueno, un simple repaso a las tablas de prestaciones relativas a los modelos más potentes de la época nos da pistas. En este sentido, lo cierto es que desde los compactos hasta las berlinas la industria alemana estaba fabricando modelos cada vez más veloces. Y sí, esto le estaba haciendo daño.
Al fin y al cabo, la competencia establecida entre Audi, BMW y Mercedes respecto requería de enormes esfuerzos en materia de desarrollo. Todo ello de cara a lograr una cifra que, por irrelevante en el día a día, sólo actuaba a modo de fetiche publicitario. El fetiche de la velocidad punta. Muy recurrente entre quien, no sabiendo conducir con gracia y estilo, confía sus dotes a una cartera saneada con la cual poder adquirir cualquier modelo donde hundir a fondo su pie en el acelerador.
Con todo ello, lo cierto es que bajo el pacto suscrito por aquellos fabricantes alemanes en verdad se traslucía el intento por poner fin a aquella carrera sin sentido. Además, usar los discursos de la seguridad y la ecología aseguraban la pulcritud de la operación sin que se hiriera el orgullo de nadie. Por otro lado, lo cierto es que al no ser un pacto de ley éste contaba con la posibilidad de ser interpretado con laxitud.
Debido a esto, cuando alguna marca deseaba lanzar al mercado un modelo altamente prestacional sin limitación electrónica a 250 kilómetros por hora podía hacerlo libremente. Asimismo, huelga decir cómo aquel ajuste electrónico se desactivaba sin demasiados problemas en cualquier taller especializado. Algo muy interesante de cara a hacer tandas en circuito. Lugar donde la velocidad puede desarrollarse sin más consecuencias que las asumidas libremente por quien decide sobrepasar ciertos límites.
Fotografías: RM Sotheby’s