Después de la Segunda Guerra Mundial tomó forma definitiva en los Estados Unidos el concepto de Ciudad del Automóvil. Una forma de concebir el espacio urbano donde cualquier desplazamiento pasaba por el uso del vehículo privado. De esta manera, las ciudades tendieron a hacerse más y más extensas. Con amplios barrios residenciales donde cada núcleo familiar vivía atomizado. Ensimismado en una propiedad aislada de las otras por la carencia voluntaria de zonas públicas dedicadas al disfrute del ocio no mercantilizado. De hecho, los pocos núcleos sociales se destinaban al uso comercial. Instalando en ellos centros comerciales dominados por grandes cadenas y accesos pensados por y para el automóvil.
Así las cosas, este trazado urbano plasmó en el día a día los intereses de las empresas del metal, la energía y la gran distribución. Entronando a los Big Three de Detroit en sus años de mayor esplendor hasta el toque de atención generado por la primera Crisis del Petróleo en 1973. No obstante, esta conexión de intereses entre la expansión de la industria automovilística y la forma en que se ejecutaban las ciudades venía de lejos. No en vano, examinando Los Cinco Puntos de una Nueva Arquitectura publicados por Le Corbusier en 1927 encontramos algo muy revelador en el primero de ellos. Donde se señala la necesidad de construir sobre pilotes para liberar así los espacios inferiores. Destinados a la circulación y aparcamiento de vehículos.
Es más, este arquitecto ya había visto conexiones entre el automovilismo y la nueva arquitectura en 1923. Año en el que proclamó que “si las casas se construyeran en serie, como los automóviles, la estética se formularía con una increíble exactitud”. Punto de partida para sus ideas urbanísticas sobre polígonos y bloques de piso con el hormigón como protagonista. Siendo una de las formas más comunes de entender la arquitectura en el siglo XX, especialmente en procesos de urbanización masiva con el éxodo rural como telón de fondo. Justo el mismo proceso en el que se puede insertar la popularización de los FIAT 500, 600 y 124. Por no hablar del Trabant en la RDA, el Beetle en Alemania y el sempiterno SEAT 600 en la España del desarrollismo.
VOITURE MINIMUM, LA LLAMADA DE LA PRACTICIDAD
Con este contexto a cuestas, conviene indicar cómo Le Corbusier no fue un simple teórico ocasional del automóvil. Lejos de ello, en 1936 presentó el diseño Voiture Minimun. Un prototipo no funcional -su plasmación actual encuentra sin tren motriz instalado- que aventuró la posibilidad de crear un modelo capaz de poner el automovilismo al acceso de las masas. Justo en la misma forma y medida que intentó representar el KdF-Wagen de 1938. Con el cual se han querido establecer no pocas relaciones.
Comparativas aparte, lo cierto es que el Voiture Minimum fue una idea de lo más interesante. Veamos. Nos encontramos en pleno auge de las ciudades. Un contexto socioeconómico donde las nuevas clases medias relacionadas con el sector servicios ganaban capacidad de consumo. Sin embargo, más allá de modelos como el obsoleto Ford T el automovilismo seguía siendo algo prohibitivo para la ciudadanía media. Es más, la adquisición de un sencillo Citroën Rosalie no estaba al alcance de las mayorías. Y eso que, por la influencia de Henry Ford en André Citroën, se concibió como un coche lo más accesible posible.
UNA IDEA QUE NO LLEGÓ A LA REALIDAD
Así las cosas, a mediados de los años treinta la Sociedad de Ingenieros Automotrices de Francia convocó un concurso donde se premiaría al mejor modelo económico de dos plazas. Obviamente, aquella idea estaba en plena conexión con las preocupaciones de Le Corbusier respecto al urbanismo extensivo. Posibilitando la puesta en práctica de sus ideas sobre movilidad y progreso tecnológico. Por ello, ultima la idea del Voiture Minimum. Nacida a finales de los años veinte con el objetivo de crear un automóvil de reducido tamaño pero con la máxima funcionalidad.
Dominado por unas formas geométricas que recuerdan a algunos modelos de Voisin -curiosamente Le Corbusier tenía un Voisin C7 que solía incluir en las fotografías de sus edificios-, el Voiture Minimum llevaba las ruedas a las esquinas para dar más espacio al habitáculo. Dentro de él podían albergarse dos adultos tras acceder por las puertas de apertura suicida. Tras los asientos se disponía el espacio de carga. Y sobre el eje trasero el motor. Con todo ello, el Voiture Minimun fue una especia de mezcla entre el Isetta y el KdF-Wagen aún siendo anterior a los mismos.
Un vehículo sencillo, urbano y que, sobretodo, seguramente hubiera sido muy barato. Sin duda, un prólogo inesperado a los automóviles que definieron el automovilismo de masas tras la Segunda Guerra Mundial. Eso sí, no ganó el concurso. Por lo que siquiera existieron veleidades reales sobre el poder llevarlo a serie. Una pena. Porque, personalmente, se nos antoja como un excelente diseño para un Voisin de acceso. De hecho, tras la contienda la marca pasó de los automóviles de lujo al popular Biscúter. Por imaginar, que no quede.
P.D. En este momento se puede contemplar una recreación material del diseño del Voiture Minimum en la exposición automovilística instalada en el Museo Guggenheim de Bilbao. Además, los responsables de la muestra han tenido a bien contextualizarlo perfectamente al exhibirlo junto a un Mini, un Isetta y un FIAT 500. Modelos de postguerra con los que se puede trazar una misma historia que parte en nuestro protagonista.
Fotografías: Unai Ona