El concepto es el mismo: un carruaje de cuatro ruedas, cubierto, tirado por caballos. En este caso, seis. Pero en lugar de circular a principios del siglo XX por las áridas llanuras de Arizona, Nevada, Texas o California, a pleno galope, con puertas sin ventanas y la consiguiente polvareda entrando y saliendo sin cesar, esta stage coach lo hace por las calles de Londres en los comienzos del siglo XXI, a todo confort.
En su interior no hay enjutos hombres de negocios en busca de nuevos horizontes, ni poco aseados vaqueros con revólveres en cintura, ni damas viajeras con un imposible bolsito en una mano y una sombrilla plegada en la otra. Su habitáculo ha sido concebido para albergar a la verdadera joya de la corona británica: su majestad Isabel II de Inglaterra.
Tampoco fuera, desde arriba, sobre un duro banco delantero, dos conductores flanqueados por sendos Winchester agitan sus riendas arengando a sus caballos de tiro a un galope desbocado. Nada más lejos para lo que es la flema británica. Dos personas custodian, desde el exterior, la retaguardia real. Y por delante, en la fila impar de caballos, tres jinetes son los encargados de dirigir los designios reales durante el trayecto.
La recién estrenada carroza real, concebida en Australia como obsequio de su gobierno a la antigua madre patria, es un reducido palacio rodante tapizado en seda amarilla, que ha sido diseñado por Jim Frecklington, un personaje entregado y arruinado por la causa, cuyo nombre está grabado en el buje de las ruedas. Toda una deferencia para su empobrecida posteridad.
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Un lujoso museo rodante
Entre un detalle aquí, y otro por allá, el proyecto se salió de las tablas. De los 165.000 euros iniciales cedidos por el gobierno australiano se pasó a los 3,6 millones de euros finales. Y Jim tuvo que hipotecar hasta su casa para terminarlo. Eso si, tras diez años de trabajo, el día del estreno, su autor estaba en Londres puntual a la cita.
Se trataba de presenciar cómo la reina Isabel II, siempre acompañada de su marido, el duque de Edimburgo, saludaba desde su interior a un pueblo entregado a la causa. Y es que el comienzo del curso parlamentario coincidía con el broche final al Jubileo de Diamante de la reina, es decir, a la celebración internacional que comenzó en 2012 y que marcó el 60 aniversario de la ascensión de Isabel II al trono de siete países.
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De ahí que, aunque con dos años de retraso, la nueva carroza -la segunda de la Casa Real británica en 100 años-, llamada en principio «Britannia», fuera rebautizada con el nombre de «Carruaje del Jubileo de Diamantes». No es para menos: Las puertas y manillas llevan insertados 280 zafiros y 48 diamantes. Pero esto es sólo el aperitivo de interminables detalles, cedidos por instituciones públicas y privadas, que harían envidiar a más de un director de museo.
Para resumir, contiene una viga y una corona de madera procedente del buque HMS Victory, la nave insignia del almirante Nelson; madera de las catedrales de Saint Paul’s, Wells y York; un pedazo de una bala de cañón disparado durante la batalla de Waterloo y algunos fragmentos del Mary Rose, el barco de guerra de Enrique VIII. Más avalorios.
Alrededor del habitáculo se han instalado cuatro faroles fabricados a mano por Edinburgh Cristal. Los marcos y las ventanas de esta diligencia real se han construido con materiales procedentes de la catedral de Canterbury, el número 10 de Downing Street (la residencia del primer ministro británico) y de una de las bases polares utilizadas por Robert Scott y Ernest Shackleton. Y para no escatimar en detalles, también incorpora en su interior un fragmento del manzano que, presuntamente, inspiró a Newton para formular la ley de la gravedad.
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Concesiones a la modernidad
¿Esto es todo? Pues no. Tamaña maravilla rodante de tres toneladas de peso, cinco metros y medio de largo y tres de alto, no podía estar separada del exterior por unas simples ballestas que aplacaran los vaivenes del camino. La voluptuosa carroza incorpora seis estabilizadores hidráulicos recubiertos de pan de oro. Y dada la importancia, solemnidad y edad de sus usuarios, ellos mismos pueden accionar desde el apoyabrazos la luz interior, la temperatura del habitáculo y… los elevalunas eléctricos. Tan sólo escapa de su control una pequeña cámara de vídeo que recoge todo lo que sucede durante el trayecto.
De momento, y tras su primer y único uso, el carriage será conservado y custodiado por la Royal Collection Trust, organización que gestiona el patrimonio artístico de la casa real británica. Toda una responsabilidad, tratándose del único museo tirado por caballos del mundo.
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