Más allá de reductos como el Pasapoga -frecuentados por extranjeros adinerados y oportunistas locales-, el Madrid de los años cuarenta vivía sus noches bajo la oscuridad. Apenas iluminado, éste sufría además frecuentes cortes de luz producto de las restricciones inherentes a la posguerra. Primero marcada por la alianza con las potencias fascistas del Eje y después por el lento y problemático acercamiento estratégico a Estados Unidos en el contexto de la Guerra Fría.
Así las cosas, no cabe duda sobre la dureza de aquellos años sintetizados en la alimentación con cartillas de racionamiento, el miedo cerval a contraer enfermedades respiratorias y los periódicos definidos no sólo por una férrea censura sino por la recurrente impresión en rudimentarios papeles fabricados con el reciclaje de trapos viejos.
Con todo ello, la situación del parque móvil en España no era precisamente halagüeña. Es más, mientras aún quedaban años para la fundación de SEAT -y más todavía para la llegada del popular 600- los pocos turismos de los años treinta supervivientes a la contienda circulaban en no pocos casos convertidos a gasógeno al tiempo que algún que otro desfile militar contemplaba como único vehículo a motor al del propio dictador; cosas del aislamiento internacional.
Dibujado este fresco propio de la Quinta del Sordo, entenderá usted la suerte del ciudadano pedestre, incapaz de acceder al transporte privado más que en bicicleta, velomotor o -si había suerte y ahorros familiares de por medio- alguna de las motocicletas con mecánicas de dos tiempos fabricadas en la creciente industria radicada en Cataluña, País Vasco y -en medida menor- Madrid.
LLEGAN LOS MICROCOCHES
Para bien o para mal el tiempo siempre pasa por encima de todo. Gracias a ello los años cuarenta fueron quedando atrás buscando una nueva década en la cual los pactos estratégicos firmados con los Estados Unidos fueron garantizando una progresiva inclusión en los mercados internacionales.
Algo excelente no sólo para la balanza de pagos, sino también para una industria siderúrgica asfixiada por los años de autarquía. Hecho sobre el cual arroja no poco luz la situación de Sanglas, la cual debía buscar en siniestros aeronáuticos el aluminio usado en las piezas de sus primeras motocicletas. Una anécdota a la cual ya nos referimos tal y como también lo hemos hecho en otras ocasiones al auge de los microcoches en la España de los años cincuenta.
Situados a medio camino entre los automóviles turismo y las motocicletas -de hecho los más de ellos equipaban las mismas mecánicas con dos tiempos tan usadas en el ámbito local de las dos ruedas motorizadas- estos fueron encontrando un nicho comercial creciente durante aquellos años; años, al fin y al cabo, marcados por un mayor acceso al consumo aunque aún no suficiente como para llenar el parque móvil con turismos de importación -los cupos no se abrieron de veras hasta 1980- o los onerosos SEAT 1400 fabricados en Barcelona desde 1953.
CLÚA 500, UN PASO MÁS ALLÁ PARA SU EMPRESA FABRICANTE
En aquella España del primer Franquismo la diversificación en la gama de productos resultaba una técnica recurrente en la supervivencia de no pocas empresas. Algo por otra parte nada raro en el resto del contexto europeo pues, mientras Avello dejaba la industria pesada para fabricar bajo licencia motocicletas MV Agusta en Alemania BMW llegó a ofrecer arados y material de cocina al tiempo que en Italia Ducati pasaba de las radios a los ciclomotores.
En fin, un panorama similar al de Construcciones Metálicas Clúa, la cual amplió su oferta de las motocicletas -sencillas y sin alardes, destinadas al uso diario por parte de trabajadores y además muchas veces dotadas con motores comprados a la Hispano-Villiers- al ámbito de los microcoches con la presentación de un primer prototipo durante el Salón de Barcelona de 1955. Algo lógico pues, precisamente en aquella misma ciudad, el popular Biscúter diseñado por Gabriel Voisin llevaba ya dos años interpretando un interesante éxito en ventas.
Eso sí, desde la aparición de aquel primer esbozo hasta la llegada definitiva del conocido como Clúa 500 habrían de pasar casi tres años marcados por los problemas legales y mecánicos. Un conjunto de dificultades entre las cuales se pasó de la tracción delantera -atención a eso, hablamos de comienzos de los años cincuenta- a una más recurrente para la época propulsión trasera amparada en el poder acceder a la importación de ejes rígidos fabricados por Fiat en Italia.
Algo nada sencillo en medio de aquel primer período franquista donde las licencias de importación aún se repartían como dádivas más negociadas en las redes de favores y contactos que en la limpia puridad del reglamento administrativo.
1958, MARCANDO LA DIFERENCIA
Sobre microcoches les hemos hablando bastante en esta cabecera y, si usted ha estado mínimamente atento, habrá visto cómo en la Península Ibérica se llegaron a ensamblar incluso modelos tan icónicos para este segmento como el Isetta, concretamente en los talleres madrileños de la ISO-Motor Italia S.A radicados en Los Carabancheles.
No obstante, usted también tendrá en mente la sencillez extrema de aquellos diseños, las más de las veces no sólo definidas por mecánicas dos tiempos sino también por trucos como el acercar lo máximo posible las ruedas traseras a fin de no ser necesario un diferencial.
Dicho esto, el Clúa 500 de 1958 -versión ya definitiva tras aquellos años de ensayos y cambios en la casa barcelonesa- marcaba diferencias respecto a sus correligionarios al contar con motor bicilíndrico de cuatro tiempos y 497 cc capaz de entregar 17 CV a 5.000 rpm, diferencial trasero, suspensiones con amortiguadores telescópicos o chasis tubular cubierto con una estilosa carrocería a firma de Pedro Serra.
En suma, a pesar de ser lo que era -no olvidemos nunca cómo estamos hablando no sólo de un microcoche sino también de un conjunto diseñado con más intuición que otra cosa- el Clúa 500 representó un salto adelante en las capacidades expuestas por los microcoches locales.
De todos modos, aquello no se vio recompensado con un alto número de pedidos -unos 207- pues, al fin y al cabo, en 1957 la aparición del SEAT 600 -con posibilidad de financiación en el propio concesionario- sepultó la demanda de microcoches en el mercado. Y es que, no en vano, por tan sólo un poco más de dinero el comprador podía acceder a un turismo muy pequeño, sí, pero capaz de llamarse a sí mismo automóvil con todos los requisitos del término.
Nota: la unidad con la cual ilustramos el presente texto se encuentra depositada en el Museo de Historia de la Automoción de Salamanca (MHAS). Asimismo, su meritorio estado se debe a la restauración realizada por Antonio Martín del Barrio, quien tras años buscando un Clúa 500 -desde que éste lo fascinara de adolescente a finales de los años cincuenta- anduvo buscando un ejemplar con el cual preservar el legado de este interesante microcoche español.