Durante sus primeros días, el automovilismo éste era tan escaso que apenas suscitaba problemas en el día a día. De hecho, y aunque parezca increíble, a comienzos del siglo XX algunas ciudades estadounidenses y europeas crearon carriles segregados para el tráfico a motor.
Todo ello con la intención de dar prioridad a las bicicletas, las cuales seguían siendo el medio de transporte hegemónico entre las clases populares residentes en entornos urbanos. En suma, justo al revés de lo visto hoy en día.
Así las cosas, ni la contaminación ni el ruido de los motores ocupaban un lugar destacado en la mente de los primeros diseñadores de automóviles. Total, su número mandaba y, al fin y al cabo, estos eran tan pocos que apenas merecía la pena pensar en aquellas cuestiones.
Sin embargo, incluso antes de acabar el siglo XIX algunos inventores empezaron a presentar soluciones relativas a la mejora de los escapes. Mejoras que, especialmente, ponían su foco en el ámbito del sonido pues, no en vano, éste podía resultar muy molesto al realizar viajes largos.
Llegados a este punto, en 1897 el norteamericano Milton Reeves registró una patente en la que se describía el diseño de un primitivo silenciador. Además, este nuevo dispositivo también permitía reducir las emisiones gracias a diversas reacciones químicas producidas en su interior; justo la base de lo que, al tiempo, acabaríamos conociendo como “catalizadores”.
No obstante, la complejidad y coste de su fabricación en serie hizo imposible su introducción en la industria del motor. Además, incluso con la aparición de vehículos masivos como el Model T aún quedaba mucho tiempo para que la contaminación fuera un verdadero problema.
De esta manera, todo quedó más o menos en la misma situación hasta la finalización de la Segunda Guerra Mundial. Y es que, ya en los años cincuenta, sí resultaba del todo imposible negar la culpabilidad del tráfico a motor en la depauperada calidad de la atmósfera urbana.
CATALIZADORES, SE TENÍAN PERO NO SE USABAN
Los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial fueron el escenario perfecto para el crecimiento de las llamadas clases medias en los Estados Unidos. Debido a ello, la industria del motor vivió una expansión exponencial; más aún si tenemos en cuenta cómo en aquel país el urbanismo se diseñó en base al vehículo privado, prescindiendo de una alta concentración demográfica en favor de amplias zonas residenciales donde nada fue diseñado en pos de moverse a pie.
Asimismo, y aunque en Europa este planteamiento no tuvo un éxito tan rotundo, lo cierto es que tanto el llamado “éxodo rural” como el progresivo crecimiento de las zonas periurbanas dispusieron el contexto perfecto para el aumento del vehículo privado según aumentaba la capacidad de consumo.
En suma, a ambos lados del Atlántico las ciudades iban registrando tasas de polución cada vez más alarmantes.
Con todo esto, la administración estadounidense -curiosamente aquí más intervencionista que la europea- promulgó en 1963 las primeras medidas serias contra la contaminación del aire gracias a la Clean Air Act.
A la postre, una legislación en constante actualización con efectos de gran calado en los fabricantes de automóviles pues, no en vano, estos tuvieron que adaptarse a homologaciones cada vez más restrictivas en materia de emisiones.
Una de aquellas actualizaciones la de 1970; firmada por el gabinete de Nixon para, a partir de aquel momento, convertir al catalizador en un estándar para el automovilismo en Estados Unidos.
Es más, si a esto le sumamos los efectos de la Primera Crisis del Petróleo en 1973 al fin tenemos las razones fundamentales para comprender la popularización de la inyección directa junto a otras formas de eficiencia.
Por cierto, con una aplicación más tardía en los países europeos aún existiendo, desde décadas antes, patentes muy claras en materia de catalizadores y otros elementos proclives a reducir la huella de lo expulsado por el escape.
Y es que, echando mano de la siempre útil hemeroteca, vemos cómo en 1956 el francés Eugène Houdry registraba una patente relativa a la conversión catalítica de los gases creíble para ser fabricada en gran serie.
Es más, exactamente tres décadas antes la prensa española se hacía eco de unas pruebas desarrolladas por el Laboratorio Toxicológico de París junto al Departamento de Automóviles de la Policía a fin de testar un diseño del inventor Eugène Royer.
Por cierto, con una clara preocupación por la salud pues ya se indicaba cómo se “envenena al hombre, porque se combina con la hemoglobina (en mención al dióxido de carbono) de la sangre, expulsando el oxígeno y matando lentamente al que lo respira».
En fin, las soluciones proclives a disminuir la contaminación generada por los motores a combustión ya estaban presentes desde tiempos en los que, realmente, aún parecían innovaciones innecesarias. En la ingeniería y el consumo resulta importante no llegar tarde a la cita con la innovación y la eficiencia.
Imágenes: Gabinete de Comunicación de la Casa Blanca / Biblioteca Virtual de Prensa Histórica