Después de la Segunda Guerra Mundial, Japón hizo un gran esfuerzo en materia de reconstrucción industrial. De hecho, marcas como Honda partieron de tareas básicas como el motorizar bicicletas para, no muchos años después, ser líderes mundiales en sus respectivos sectores. Asimismo, en materia de automovilismo el país asiático supo ser prudente y adecuado. Centrándose en la motorización masiva de su población antes de lanzarse a la génesis de modelos depurados en su diseño o prestacionales en su mecánica.
Sin embargo, llegados los años sesenta Japón estaba en condiciones de exportar a los mercados internacionales. No en vano, tecnológicamente sus motores ya habían alcanzado una excelente calidad. De hecho, incluso se atrevieron a experimentar bajo el apoyo estatal con el desarrollo de los ingenios rotativos. Además, ya no existían las restricciones de los años de postguerra en relación a las materias primas. Un crecimiento tecnológico exponencial que, en tan sólo unos años, incluso situó a los fabricantes japoneses en lo más alto del Mundial de Motociclismo. No obstante, en relación al automovilismo en serie estos aún seguían teniendo un problema.
Un problema que bien podría tenerse como banal. Aunque, a decir verdad, en algo tan costoso como la compra de un automóvil los factores menos racionales cuentan tanto como la más pura ingeniería. De esta manera, la gran asignatura pendiente de las marcas niponas seguía siendo el diseño. Carente de toda gracia y estilo, aunque de vez en cuando aparecían algunos “kei car” verdaderamente encantadores lo cierto es que éste seguia siendo deficiente. Llegados a este punto, por buenas que fueran las mecánicas y aún mejores los precios, los turismos y deportivos japoneses no estaban en condiciones de entrar de forma masiva en los Estados Unidos o Europa.
Así las cosas, Nissan empezó a dar algunos pasos en un sentido aperturista. Debido a ello, en 1961 lanzó su Datsun Fairlady 1500. Un atractivo roadster que, partiendo de las líneas marcadas en este sentido por las británicas Triumph o MG, tomaba en su frontal un cierto aire italiano bastante estiloso. Asimismo, Mazda decidió recurrir a especialistas europeos desde comienzos de los sesenta. Algo que ejemplifica muy bien la relación establecida con Giorgetto Giugiaro. Colaborador esencial en al menos tres modelos de la marca durante aquella década, teniendo en el Luce Rotary Coupé de 1969 su muestra de trabajo más refinada.
No en vano, hablamos de un modelo elegante y diáfano gracias a prescindir del pilar B. Todo ello con claras líneas en común con los Lancia Fulvia o Flaminia. En suma, un vehículo que, de no ser por su emblema de capó, podría pasar perfectamente como una creación inserta en la gama de cualquier fabricante o carrocero italiano. Además, aquellos trabajos para Mazda gustaron tanto que Giugiaro también fue contratado por Kawasaki para su Isuzu 117 Coupé. Un atractivo deportivo para el día a día que, de hecho, fue competencia directa para nuestro protagonista: el Nissan Silvia.
NISSAN SILVIA, LA CONEXIÓN EUROPEA
Para quienes sean seguidores de los deportivos populares creados en Japón, el Nissan Silvia supone toda una referencia. Y es que, al fin y al cabo, bajo múltiples generaciones este modelo ha estado en producción hasta el pasado 2002. Además, con preparaciones realizadas por la propia marca fue un habitual de citas como el Rally Safari o no pocos campeonatos nacionales de turismos. No obstante, a nivel de importancia histórica su primera serie es sin duda la más significativa.
Asimismo, desde el análisis de un coleccionista también es la más deseada. Algo fácilmente comprensible gracias a las poco más de 550 unidades producidas entre 1964 y 1968. Todas y cada una de ellas elaboradas de forma cuasi artesanal. Elevando el nivel de acabados al tiempo que, evidentemente, hacía imposible su continuación en los concesionarios. Algo que ocurrió con no pocos deportivos japoneses de aquel momento. Lanzados al mercado aún a sabiendas de que no serían rentables en un sentido financiero. Y es que, no en vano, su propósito era crear imagen de marca en el extranjero. Deslumbrando a Europa y América con el nivel al fin alcanzado por los japoneses.
No obstante, lo cierto es que en el caso del Nissan Silvia aquello no sólo fue mérito de los creativos locales. Lejos de ello, la marca contrató como consultor de diseño a Albrecth Graf Von Goertz. Diseñador del interesante BMW 503 pero, sobre todo, del icónico roadster 507. Uno de los modelos deportivos más proporcionados de todos los tiempos. Considerado desde su lanzamiento al mercado estadounidense como uno de los descapotables más seductores. Y es que justo eso es lo que necesitaba Nissan: seducir. Seducir con una apariencia que, dicho sea de paso, resultaba muy tributaria a los Lancia Fulvia.
Ejemplo de ello son las líneas de la parrilla. Pero especialmente la forma en la que se remata la relación visual entre las aletas delanteras y el capó. Curiosamente, justo en la misma forma y medida que interpretan los Mazda anteriormente mencionados. No obstante, sea como fuese lo cierto es que con el Nissan Silvia al fin se añadía a la gama del fabricante nipón un modelo verdaderamente dotado de estilo europeo. Algo que sirvió para ilustrar una potente campaña publicitaria en los mercados anglosajones, donde se vendía a la marca como una industria capaz de situarse al nivel de los deportivos europeos.
Un hecho que quedaría totalmente claro cuando, en 1967, al fin apareciese el Toyota 2000GT con todo su poderío prestacional y tecnológico. Obviamente, muy por delante del Nissan Silvia. Basado en la plataforma del Datsun Fairlady 1600 para incorporar sobre ella un motor de cuatro cilindros en linea y 1,6 litros con 90 CV. No obstante, más allá de las cifras sobre su motor lo importante en este diseño es verlo como lo que es. Una de las piezas básicas en la apertura al mundo del automovilismo japonés y, dicho sea de paso, una interesante muestra del impacto visual ejercido por los Lancia más icónicos.
Fotografía: Nissan Heritage