En las carreras el motor no lo es todo. Lejos de ello, la potencia que éste pueda entregar siempre se topa con, al menos, dos problemas realmente complejos. El primero tiene que ver con la forma y manera en la que la fuerza se transmite al suelo; y es que, al fin y al cabo, de poco sirve un gran caballaje si el vehículo resulta ingobernable en las curvas o ineficaz en su tracción. Además, en segundo lugar existe una cuestión inapelable cuando nos topamos con los propios límites de la tecnología.
No en vano, más temprano que tarde, la potencia de los motores siempre acaba chocando bien contra los límites de las mecánicas, bien contra los propios reglamentos. Cuestiones éstas que, a día de hoy, nos parecen muy lógicas pero que, antes de la Segunda Guerra Mundial, aún costaba entender en los departamentos de competición de no pocas marcas.
No obstante, Vittorio Jano reflexionó a tiempo sobre estos hechos, llegando a la conclusión de que, si bien la potencia era importante, más aún era la relación de ésta con el peso y el comportamiento dinámico.
A partir de aquí, su labor en Alfa Romeo se centró en cambiar radicalmente el enfoque dominante en la época, descolgándose de una absurda carrera en busca de más potencia aumentando la cilindrada para, tanto en la mecánica como en los chasis, buscar la efectividad a través de diseños cada vez más compactos. Gracias a ello, sus sensacionales P2 y P3 lograron ser modelos de éxito en los GP del momento, creando el cimiento sobre el cual se deberían de asentar los posteriores y exitosos Alfetta durante los inicios de la F1.
Asimismo, y ya trabajando para Lancia, Vittorio Jano quiso mejorar su propia fórmula estudiando cómo reducir el centro de gravedad, mejorar el paso por curva y, sobre todo, crear un reparto de pesos lo más eficiente posible. Un pliego de condiciones sobre el cual, ya después de la Segunda Guerra Mundial, empezó a trabajar en el monoplaza D50. Sin duda, uno de los mejores diseños en la historia de la categoría reina para ser, incluso a día de hoy, una verdadera lección de ingeniería.
LANCIA D50, EL REPARTO DE PESOS AL SERVICIO DE LA VELOCIDAD
A finales de los años cincuenta, cuando la F1 llevaba menos de una década en activo, se produjo la llamada revolución de los “garajistas”. Llamados así despectivamente por los fabricantes italianos más asentados, estos británicos lograron amenazar la posición de Ferrari o Maserati gracias a un excelente ingenio al servicio del diseño.
De esta manera, a base de aerodinámica, reducción de peso y nuevos tipos de chasis equipos como Lotus o Cooper lograron contrarrestar la debilidad de sus mecánicas frente a la potencia bruta exhibida por los italianos. Todo un cambio de paradigma que, además, abrió la F1 a la participación de muchos más equipos.
No obstante, ya en los primeros años de la categoría se había dado un proceso similar. Y es que, a pesar de contar con las mejores motorizaciones, los Alfetta de 1950 y 1951 fueron seguidos de cerca en no pocas ocasiones por modelos menos potentes pero, al tiempo, mucho más ligeros. Una cualidad básica para la velocidad; no sólo por la relación peso/potencia sino también porque, cuanto menos combustible se necesite -algo en lo influyen los kilos claro está-, menos veces habrá que parar en boxes.
Consciente de estas cuestiones, Vittorio Jano dispuso como cualidades básicas de su futuro monoplaza la ligereza y el reparto de pesos. Pero, cómo habría de lograrlo. Bueno, para empezar se centró en crear un motor lo más compacto y ligero posible. Resultado de ello fue el bloque V8 a 90º con 2.5 litros capaz de entregar 250 CV a 8.000 revoluciones por minuto, llegando a 290 CV en las últimas afinaciones del mismo ya realizadas por los técnicos de Ferrari.
Muy basado en soluciones implementadas en la mecánica del D24 para carreras de resistencia, el corazón del D50 tenía una gran cantidad de piezas realizadas en aluminio junto a una gran facilidad para subir de vueltas con alegría. En suma, un buen primer paso de cara a crear no sólo un monoplaza eficaz en las rectas donde imponer la velocidad punta, sino también en las curvas, donde la rapidez de reacciones por parte de la mecánica resulta crucial.
Además, Vittorio Jano logró unos consumos relativamente ajustados en comparación con los de la competencia, lo cual se veía mejorado por los tan sólo 620 kilos dados en báscula. 70 menos que los 690 del Mercedes W196 -en su versión abierta, pues con en las unidades con los pasos de rueda carenados el peso se disparaba a los 720 kilos- y 50 menos que los mostrados por el Maserati 250F. Es más, el único monoplaza similar en peso al D50 fue el 625 de Ferrari con sus 650 kilos. Y eso porque, al fin y al cabo, su motor era un escueto cuatro cilindros.
Así las cosas, uno podría pensar que los propósitos de Lancia ya habían sido satisfechos. Pero no, aún quedaban diversas innovaciones clave a la hora de entender cómo, desde las primeras vueltas, el del D50 lograba ser un diseño mucho más elaborado, avanzado y efectivo que el de la competencia. Veamos, como primer punto a tener en cuenta hemos de poner nuestra atención en el centro de gravedad.
Especialmente alto en los F1 de la época, éste dificultaba un mejor paso por curva al tiempo que comprometía el aplomo del vehículo. Sin embargo, ningún fabricante parecía encontrar la solución adecuada de cara a reducirlo pues, al llevar aquellos monoplazas sus motores en posición delantera, el eje de transmisión debía pasar forzosamente por debajo del piloto. Resultado de aquello era la posición muy alta del mismo, defenestrando cualquier veleidad de contar con un centro de gravedad lo más pegado posible al suelo.
Pues bien, qué solución plantearía Vittorio Jano. Pues ni más ni menos que seguir colocando la mecánica por delante del piloto, sí; pero en una posición ligeramente diagonal para así hacer que la transmisión pasara por el lateral izquierdo del puesto del conductor en su búsqueda del eje trasero. Gracias a ello, el asiento del piloto podía bajarse prácticamente hasta la altura del firme. En fin, una respuesta creativa e ingeniosa a un problema que, por fortuna, quedaría desechado con la popularización del motor central-trasero gracias a Cooper.
Obviamente, todo aquello requirió de un completo rediseño en los engranajes capaces de conectar al árbol de transmisión con el eje trasero. Pero, al fin y al cabo, hablar del Lancia D50 es hablar de una pieza de ingeniería donde la técnica más avanzada se da la mano con la artesanía más precisa.
LA CUESTIÓN DE LOS DEPÓSITOS
Dicho esto, aún mejorando la relación peso/potencia -y rebajando el centro de gravedad- los monoplazas de la época seguían planteando no pocos desafíos en materia de inercias.
En este sentido, uno de ellos era el relativo al reparto de pesos entre ambos ejes pues, recordemos, aún estábamos en los tiempos del motor delantero. Así las cosas, Vittorio Jano resolvió la cuestión enviando la caja de cambios con embrague de doble disco seco al eje trasero, junto al diferencial. Un diseño audaz para la época y del cual tomarían buena nota no pocos GT de años posteriores, permitiendo así una distribución tan equitativa que, en el Lancia D50, era de un perfecto 50-50. En suma, estamos ante un vehículo claramente equilibrado.
Ahora, incluso con todas estas ventajas seguían existiendo problemas en relación al reparto de pesos pues, a fin de cuentas, también hay que contar con el de la gasolina. Un verdadero reto ya que, siendo éste variable según la carga de combustible en cada momento de la carrera, hacía muy variable el comportamiento de un mismo vehículo según la circunstancia.
Algo especialmente comprensible cuando nos percatamos sobre cómo los depósitos solían montarse por detrás del piloto. Es decir, las diferencias de peso nunca se repartían de forma solidaria entre ambos ejes; recaían en tan sólo uno, provocando así la variabilidad que acabamos de mencionar.
Bajo estos precedentes, Vittorio Jano ideó un diseño revolucionario situando los tanques de combustible en los laterales del puesto de conducción. De esta manera, según iba bajando el peso de los mismos al agotarse la gasolina, éste se iba repartiendo de manera equitativa entre las ruedas traseras y las delanteras. Y vaya, por si fuera poco -especialmente en los momentos en los que llevasen carga- aumentaban la tracción al brindar un aplomo bien repartido.
En suma, incluso a siete décadas de su diseño, el Lancia D50 sigue siendo toda una lección sobre la importancia del reparto de pesos al hablar sobre automovilismo deportivo. Bellissimo!
Imágenes: FCA Heritage / Revs Institute