Históricamente, al hablar de combustión han sido muchos los ingenieros con la atención puesta en la gasolina. Y hacen bien. No en vano, desde su octanaje hasta la forma en la que ésta es suministrada al cilindro intervienen multitud de factores capaces de alzar o menguar la potencia del motor. Sin embargo, durante demasiado tiempo se reparó poco en lo referente al aire. Algo tan invisible como esencial. Responsable compartido de la combustión y, por tanto, del rendimiento. Así las cosas, el uso de la sobrealimentación ha influido de forma decisiva en la evolución del automovilismo deportivo. Una historia llena de hitos tecnológicos entre los que, como primer diseño reseñable, bien podríamos seleccionar al compresor volumétrico Roots.
Patentado en 1860, éste servía como bomba de aire en los altos hornos de la Revolución Industrial. Un primer uso que, hacia 1900, fue complementado por la aplicación que del mismo hizo Gottlieb Daimler en un motor de automóvil. Sin duda un paso fundamental en materia de combustión, evidenciando las posibilidades abiertas principalmente en todo lo referido a las carreras. Terreno éste donde el compresor volumétrico empezó a conocer días de fama gracias a su papel determinante en los Bentley Blower. Impulsados por el piloto Tim Birkin a finales de los años veinte en contra del criterio de la marca, la cual prefería aumentar la cilindrada en vez de ensayar fórmulas relativas a la inducción forzada. Justo lo pretendido por el compresor volumétrico. Concebido para aumentar la densidad del aire al entrar en la cámara de combustión.
De todos modos, este mecanismo no era el único protagonista en el campo de juego alternativo a los motores atmosféricos. No en vano, proveniente de la aviación, el uso del turbocompresor se presentaba como una excelente alternativa al compresor volumétrico. Ahora, ¿dónde radicaba la principal diferencia? Pues bien, aunque nos dejemos en el tintero algunas precisiones vamos a ser sucintos poniendo el acento en cómo se acciona cada uno de estos sistemas. Veamos. Para empezar, en ambos existe un mecanismo capaz de inyectar mayor presión de aire al motor. No obstante, a partir de aquí el compresor volumétrico se mueve gracias a la acción del propio motor. Tomando la fuerza del cigüeñal gracias a algún tipo de engranaje o correa.
Por el contrario, cuando hablamos del turbocompresor éste se acciona mediante el uso de una turbina movida por la fuerza de otra, alimentada en su movimiento por los gases de escape. Es decir, mientras el turbocompresor usa energía que de otra manera se desperdiciaría, el compresor volumétrico necesita la fuerza del motor. Eso sí, como ventajas esenciales del compresor frente al turbo estaban su inmediatez – frente al consabido retardo en respuesta llamado “lag” – así como su buena disposición a bajas vueltas. Todo un contraste frente a la ineficacia del turbocompresor a ritmos bajos, necesitado de un alto régimen de giro a fin de producir los consiguientes flujos de escape.
Sea como fuese, lo cierto es que durante los años setenta el turbocompresor comenzó a ganar terreno como forma de potenciar los motores. Más aún en un contexto donde el aumento de la cilindrada no sólo era negativo por el peso, sino también por el consumo condicionado tras la Crisis del Petróleo de 1973. Así las cosas, bajo el liderazgo de Renault y su victoria con el A442 en Le Mans 1978, casi todos los fabricantes de resistencia, rallye o F1 fueron sumándose al auge del turbo de cara a la década de los ochenta. De hecho, lo hizo hasta Ferrari a pesar de ciertos inmovilismos, estrenando en 1981 su primer monoplaza con turbocompresor gracias al 126CK.
Además, gracias a los éxitos en las carreras la turbocompresión derivó rápidamente a los coches de serie. Hecho responsable de la fiebre por los compactos deportivos. Pudiendo sacar prestaciones interesantes a casi cualquier coche popular gracias al uso de la inyección directa y la sobrealimentación. Llegados a este punto, en los talleres se pronunciaban cada vez más los nombres de marcas como Bosch o Garret en detrimento de los clásicos carburadores Weber. No obstante, a pesar de ser parte del conglomerado FIAT desde 1969, Lancia seguía demostrando una personalidad propia.
LANCIA VOLUMEX COMPRESOR VOLUMÉTRICO, UNA TENDENCIA A CONTRACORRIENTE
Llegados a 1980 cada vez eran más los ejemplos relativos al uso del turbocompresor en las carreras. De esta manera, desde la F1 hasta el Mundial de Rallyes esta tecnología se propagaba exponencialmente por los departamentos de diseño e ingeniería de competición. Todo ello animado por su lucrativo uso en los modelos de gran serie, poniendo a Renault al frente de una de las modas que más definen a la década de los ochenta. Así las cosas, cuando en 1980 el departamento de competición del Grupo FIAT – coordinado por los ingenieros de la antigua Abarth – comenzó el desarrollo del Lancia 037 hubiera sido lógico coquetear con la idea de un turbocompresor.
Pero no. No fue así. Lejos de ello, los italianos recurrieron al uso de un compresor volumétrico de cara a sobrealimentar al sucesor formal del Lancia Stratos. Último modelo con propulsión trasera en ganar el Mundial de Rallyes – 1983 – antes del pleno dominio de los tracción total comandados por el Audi Quattro. Por cierto, turboalimentado. En este sentido, la justificación de semejante decisión a contracorriente puede apoyarse en varios puntos.
Para empezar, la tecnología turbo no estaba aún suficientemente madura en el seno del Grupo FIAT. Es más, hasta la salida al mercado del Uno Turbo i.e con motor Fire no se puede hablar del pleno asentamiento de este tipo de sobrealimentación en sus gamas populares. De hecho, ampliando el foco a todo el panorama italiano quizás los primeros ensayos fueron los de Alfa Romeo con su Alfetta GTV Turbodelta. Un modelo pensado para el Grupo 4 del cual sólo se hicieron 400 unidades. Salido de los experimentos con la sobrealimentación al servicio de reducir el consumo para, finalmente, acabar siendo uno de los pocos Alfa Romeo creados para el mundo de los rallyes.
En segundo lugar, Lancia prefiríó apoyarse en el compresor volumétrico gracias al equilibrio que éste da a la respuesta del motor. Y es que, como hemos señalado anteriormente, su accionamiento va acompasado al ritmo del motor tomando la fuerza del propio cigüeñal. Es decir, no existe el temido retraso dado en el sistema rival. Responsable de imprevistas y bruscas entregas de potencia al menos durante los años setenta. Además, el compresor volumétrico planteaba menos problemas en todo lo referido a la refrigeración. Cuestión ésta de extrema importancia durante los años seminales del turbo en el automovilismo.
Uniendo todos estos motivos, podemos comprender las razones de Lancia a la hora de descartar el uso del turbo. Eso sí, tan sólo durante cinco años pues en 1985 finalmente se rindió ante la evidencia gracias al Delta S4 con tracción total. No obstante, lo más interesante para el aficionado o coleccionista de hoy en día es la forma en la que el uso del compresor volumétrico tuvo su eco en los Lancia de serie. No en vano, gracias a las versiones VX esta tecnología a contracorriente llegó a los concesionarios tanto en la gama de la berlina Trevi como en la de los Beta Coupé y Beta HPE.
De esta manera, el Trevi VX hizo su aparición en 1982 presentando el motor que, dos años más tarde, incorporaron los Beta VX. Un bloque de cuatro cilindros en línea con dos litros, doble árbol de levas y 135CV a 5.500 revoluciones por minuto. Con 13CV más que la versión dotada de inyección y un par motor 30 Nm superior. Diferencias no tan marcadas como las que habrían de cosechar algunas versiones turbo frente a sus bases atmosféricas, aunque sí dignas de un comportamiento suave perfecto para una potencia sin rabia. Algo propio de todo vehículo de autopista como era, especialmente, la berlina Trevi.
Fotografías: FCA Heritage / WB & Sons / Classic Car Auctions