Fue el principio del fin. La carnicería que se vivió en la París-Madrid de 1903 puso un broche trágico a las carreras entre ciudades. En este artículo rememoramos la prueba a través de uno de sus participantes, Charles Jarrot, quien nos narra sus vivencias en primera persona. Pero mejo dejemos que sea el mismo quien tome la palabra.
¿QUÉ RECUEDO DE LA PARÍS-MADRID DE 1903?
“Largas avenidas de árboles, espesos, cubiertos por el follaje, pero adustos en la desnudez de su tronco; una larga, interminable, cinta blanca que se extendía siempre hasta el horizonte; el aguante perpetuo de una bala que avanzaba inexorable hacia ese punto en que el cielo y la tierra se unen; fugaces visiones de los pueblos que atravesábamos, y de las masas de gente que locas, enfermas e imprudentes, se ponían por delante de la bala arriesgándose a ser muertas o mutiladas, evitándolo en el último momento tan solo gracias a un gesto frenético; un revitalizador alivio, que me invadía cada vez que dejábamos atrás a la multitud y que escapábamos, una vez más, de la catástrofe; pero, sobre todo, el horrible sentimiento de ser la presa de una cacería.
Cientos de coches de toda condición detrás de nosotros. Todos ellos pisándonos los talones, quizá recorriendo la carretera más aprisa, luchando por adelantarnos y llenarnos de polvo, dejándonos atrás mientras se alejaban hacia la distante meta de Burdeos”.
Así comienza a contar Charles Jarrot en su libro Ten years of Motors & Motor Racing la París-Madrid de 1903, la última de las legendarias carreras disputadas por los pioneros entre grandes ciudades. Y es que, en un principio, espoleados por la necesidad de demostrar al mundo la validez del por aquel entonces nuevo automóvil, sus entusiastas recorrían cada vez más deprisa distancias más largas. Eso sí, saliendo casi siempre desde la capital gala, ya fuera con dirección a Marsella, Berlín, Viena, Madrid… Todo empezó en 1894 entre París y Rouen, un recorrido que sumaba 126 kilómetros y fue cubierto en poco más de 4 horas. Diez años más tarde bien podía hacerse infinitamente más rápido gracias al vertiginoso desarrollo tecnológico.
Coches de hasta 14 litros, 90 CV, 1.000 kilos de peso y velocidades máximas de unos 115 km/h que no dudaban en ser aumentadas por los pilotos en las cuestas abajo. El objetivo era alcanzar medias en carrera de hasta 140 km/h sobre caminos de tierra pavimentados para carretas y carruajes. Además, salpicados de personas a los lados que, como todavía se hace actualmente, se exponían temerariamente al peligro. Todo ello puede darnos una idea de lo que implicaba lanzarse a correr en una de las novedosas máquinas infernales llamadas automóviles; y, sin embargo, aquellos héroes no solían pensárselo demasiado.
«LA CARRERA HACIA LA MUERTE»
La madrugada del 24 de mayo de 1903, los integrantes del equipo De Dietrich, Jarrot, Barrow y Stead, se levantaron a las dos. La salida estaba prevista para las 3:45 desde Versalles, y Jarrot había ganado la anterior gran competencia, disputada en el Circuito de las Ardenas, por lo que saldría el primero en una de las mayores odiseas automovilísticas llevadas a cabo hasta entonces. El resto de participantes le seguirían separados entre sÍ por un tiempo de un minuto. Acuciado por la prisa, dejó a Barrow intentando, quizá inutilmente, arrancar su coche; sería la última vez que le vería…
«Pregunté qué ocurriría con la bamboleante multitud de personas que bloqueaba la carretera a mi salida. La respuesta que recibí fue un encogimiento de hombros y la afirmación de que se quitarían en cuanto comenzara a avanzar. Los soldados encargados de mantener la pista despejada eran absorbidos por la enorme cantidad de entusiastas presente, de manera que el desorden imperaba…».
A las primeras carreras, celebradas durante la década anterior, apenas había acudido alguien a verlas. Sin embargo, desde hacía dos o tres años el deporte del automóvil movía masas, hasta tal punto de que no se podía preveer con exactitud cuál sería la repuesta del público, cada vez mayor, ante cada acontecimiento concreto. Y la París-Madrid de 1903 estaba desbordando todas las expectativas.
Incluso en cuanto a participantes se refiere: ¡275 inscritos!, de los cuales, finalmente, concurrieron 221. El evento, regido por un reglamento bastante laxo, estaba abierto a todo tipo de vehículos y formas de propulsión, desde motos a coches, desde vehículos normales y corrientes hasta de competición, desde motores de combustión interna hasta de vapor, pasando por la electricidad; desde cuadriciclos y vehículos ligeros hasta monstruos de 12 o 14 litros, los grosse voitures precursores de los coches de Gran Premio. Eso sí: estas tres últimas categorías no debían pasar de 400, 650 y 1.000 kilos, respectivamente.
CHARLES JARROT SE PONE EN MARCHA
Jarrot -al que podéis ver en la foto principal, – arrancó y, tras la salida, aceleró por encima de 100 km/h, después de comprobar que los apasionados congregados se apartarían en el último momento fuera cual fuese la velocidad de paso. Llevaba a sus mayores rivales -en muchos casos también amigos- a la espalda, por lo que es fácil comprender la sensación de presa de cacería que leíamos con anterioridad. Surcó los caminos franceses hasta que Louis Renault le adelantó como una exhalación en su camino a Burdeos, final de la primera etapa de la competencia. En esta ocasión su coche era superior.
También pasaron delante De Knyff y Werner, este último con un colosal Mercedes 90 HP, pero ambos romperían más adelante. En realidad, las averías eran muy habituales y por ello se corría en equipos, siempre con un mecánico a bordo, una costumbre que se mantendría todavía hasta los años 30. Y no tenían por qué ser averías rutinarias o sencillas de reparar: aunque con frecuencia reventaban los neumáticos -lo cual, a las velocidades que circulaban semejantes monturas, da bastante miedo-, no era raro que se rompiese cualquier otro elemento de las máquinas, incluidos los ejes o el chasis. Y sin embargo, milagrosamente, hasta la París-Madrid apenas hubo muertos o heridos que lamentar en la lucha interminable por la velocidad.
Mientras el piloto inglés avanzaba en su De Dietrich, le extrañaba bastante no estar encontrando más competencia. Se debía a que él mismo lo estaba haciendo de maravilla, pero también a que por detrás la carrera se había convertido en una verdadera carnicería. Se dice que la laxitud del reglamento, que permitía la inscripción de cualquier cosa, tanto en lo que atañe a vehículos como a pilotos, así como la sequedad del terreno, tuvieron la culpa. No necesariamente hubo de ser así, ya que, como acabamos de decir, pruebas anteriores se habían celebrado en condiciones parecidas sin apenas incidentes.
SE SUSPENDE LA PRUEBA
Sea como fuere, a través de tramos en los que se posiblemente se llegaba a alcanzar hasta 140 km/h, la París-Madrid estaba dejando un río de muertos y heridos de diversa consideración a su paso. Con coches estampados contra los arboles, como el de Barrow, compañero de Jarrot, quien murió en un espectacular accidente acaecido tras embestir a un perro que jamás debería haber invadido la carretera, en teoría cerrada. Las fotografías que se tomaron de los restos son sobrecogedoras. Hubo equipos calcinados en los habitáculos, automóviles que finalmente arrollaron al público al intentar evitar el atropello de un niño que se había precipitado a la pista… Y un sin fin más de percances que salpicaron la ruta de vehículos accidentados en los arcenes.
Una vez que los primeros pilotos –Renault y Jarrot– llegaron a la meta de la primera etapa, en Burdeos, se comenzaron a recibir informaciones confusas. Hasta que llegó Charron, otro corredor legendario, que, habiendo hecho el trayecto en un turismo junto con las mujeres -no pudo terminar a tiempo su coche de carreras-, había podido ver desde la retaguardia lo sucedido. Manifestó que jamás había visto una cosa así, y confirmó además que Marcel Renault, hermano de Louis, había muerto. El desde partir de entonces único patrón de la marca de Billancourt jamás volvería a correr.
Ante lo ocurrido, el gobierno francés suspendió la carrera, metió los coches en vagones de tren arrastrándolos con animales y los envió de vuelta a París. No debemos olvidar que en aquel tiempo, el automóvil todavía era considerado no sólo como una promesa de progreso, sino también como un peligro. Y ante la demostración de su poder destructivo, en esta ocasión las autoridades no permitieron siquiera volver a arrancarlos.
Afortunadamente, las aguas pronto volverían a su cauce, si bien ya siempre en circuitos que, aunque siguieron durante algún tiempo siendo planificados en carretera abierta, eran circulares y, por tanto, mucho más controlables en todos los sentidos.
EL FINAL DE UNA ERA
Se consideró como ganador de la carrera, es decir, de la parte que pudo celebrarse (quedaron pendientes las etapas a Vitoria y, por último, Madrid), a Fernand Gabriel. Éste, aunque no llegó el primero a Burdeos, cubrió los 557 kilómetros que separan esta ciudad de la capital gala, a los mandos de un Mors, en 5 horas y 47 minutos, a un promedio de 105 km/h. Detrás, se clasificaron Renault y nuestro narrador, Jarrot.
Me es difícil de explicar, pero hay algo muy especial en estas carreras, entendidas siempre en su contexto histórico. Gracias a los pilotos que las corrieron el automóvil dejó de ser un invento más o menos curioso para convertirse en uno de los más revolucionarios del siglo XX. Personas como las mencionadas hasta aquí son los verdaderos padres del automóvil, los culpables de que en la actualidad éste se entienda de la manera que a tantos nos apasiona. Creo que a ellos especialmente, les debemos el poder disfrutar hoy en día de nuestra afición.
“Fue la última gran carrera que tuvo lugar en las carreteras francesas. Porque no puedo meter en la misma categoría a las que ahora se celebran en circuitos; París-Ámsterdam, París-Berlín, París-Vienna, todas pertenecen al pasado y jamás se repetirán. Y creo que fue un final acertado, allí, en el camino que une París con Burdeos, donde se celebraron tantas grandes pruebas y donde el mismísimo Levassor enseñó al mundo, ocho años antes, al fin, las enormes posibilidades de los vehículos propulsados a motor”.
Sin duda, era el final de una era, quizá la más heroica de cuantas integran la Historia del automóvil.
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