A comienzos de los años sesenta la gama de Rover estaba bien configurada. No en vano, desde 1958 la berlina P5 venía consolidándose gracias a su motor con seis cilindros y tres litros. De hecho, tanto por diseño como por prestaciones ocupaba un nicho de mercado estable justo por debajo del ocupado por el Jaguar MkII. Además, desde 1963 el P6 cubría el segmento de los tres volúmenes con aspiraciones de venta masiva. Un hueco al alza debido al incremente de jóvenes profesionales. Deseosos de adquirir un automóvil familiar más potente que los modelos populares de 1.5 litros pero, al tiempo, incapaces de llegar a lo representado por las berlinas con seis cilindros y en torno a 3 litros de cilindrada.
Asimismo, la fabricación del exitoso Land Rover generaba una constante y segura fuente de ingresos. Más aún si tenemos en cuenta el sistema de licencias. Gracias al cual este todoterreno pudo ser ensamblado en la española Santana. Con todo ello, la situación financiera en Rover era realmente desahogada. Es más, durante 1960 y 1961 ésta gastó un presupuesto importante en investigar cómo llevar la turbina de gas a la producción en serie. Un experimento del cual salió el prototipo T4. Finalmente abandonado aunque, dos años más tarde, un modelo de competición desarrollado junto a British Racing Motors volvía a trabajar con el sistema de turbina para competir en Le Mans desde 1963 hasta 1965.
Con todo ello, Rover no sólo estaba pensando en crear nuevos modelos. Sino también en ofrecer variantes más prestacionales de los ya presentes. Eso sí, para ello hacía falta un nuevo motor. Algo que encontró hacia 1965. Cuando su gerencia en los Estados Unidos llegó a un acuerdo con General Motors para lograr una licencia de fabricación sobre el bloque Buick V8. Forjado en aluminio, este diseño compacto y liviano no sólo era capaz de entregar un gran caballaje, sino también de rendir un generoso par motor desde bajas vueltas.
Así las cosas, la llegada de aquel V8 con 3.5 litros a los talleres de Rover en Reino Unido desató una auténtica avalancha creativa. Por un lado, en lo referido a serie éste fue aplicado en 1967 tanto al P5 como el P6. Gracias a ello, las nuevas versiones P5B y P6B se alzaban como el tope de gama en ambos modelos con potencias elevadas hasta los 160CV. Asimismo, este V8 llegó ya en los setenta a los SD1, Range Rover, Triumph TR8 o MG MGB. Sólo algunas muestras para entender la importancia del motor Buick en la historia de Rover.
Además, por otro lado la adquisición de aquella mecánica fue el cimiento necesario para la creación de dos prototipos con los cuales la casa inglesa pensaba proyectarse hacia la década siguiente. En primer lugar, la berlina P8 diseñada por David Bache dejaba atrás el clasicismo de los tres volúmenes para abrazar unas líneas con cinco puertas. De esta manera, Rover pretendía lanzar un modelo de alta gama dotado de un evidente toque deportivo junto a una estética rupturista. Asimismo, en 1966 se dieron los primeros pasos para la creación del P6BS. Un innovador diseño con motor central-trasero llamado a ser el primer deportivo fabricado por la marca.
ROVER P6BS, LA INNOVACIÓN QUE NO PUDO SER
A mediados de los sesenta desarrollar un deportivo con motor central-trasero aún era todo un alarde de innovación. De hecho, todavía estaba muy cercano en el tiempo lo ocurrido en la F1. Cuando Cooper demostró a finales de los años cincuenta las bondades de colocar el motor por detrás del piloto, mejorando así notablemente el reparto de pesos y, por tanto, las inercias en el paso por curva. Es más, a pesar de las burlas iniciales, cuando Jack Brabham ganó la temporada de 1959 con un Cooper T51 hasta Ferrari tuvo que aceptar por dónde pasaba el futuro.
De esta manera, en 1963 ya no quedaba ni un monoplaza en la parrilla de salida de la F1 con la tradicional arquitectura basada en el motor delantero y la propulsión trasera. Además, desde 1961 los modelos con motor central-trasero también pasaron a ser moneda corriente entre los Sport Prototipos del Mundial de Marcas. Un proceso en el que destacó el Ferrari 246P aunque, en un ámbito prestacional más escueto, el Cooper T49 Monaco ya venía mostrando el camino desde años atrás. Así las cosas, poco a poco todo aquello fue permeando a la producción en serie. Eso sí, muy lentamente.
De hecho, más allá de ejemplos concretos como el Djet lo cierto es que hubo que esperar hasta el VW/Porsche 914 de 1969 para ver un deportivo biplaza con motor central-trasero al alcance del gran público. Con todo ello, resulta obvio comprobar cómo la propuesta del Rover P6BS tenía un claro carácter rupturista. Y es que, si la marca se iba a iniciar en los deportivos, bien estaba que lo hiciera con un modelo revolucionario capaz de atraer los focos mediáticos junto a los deseos de compra. Llegados a este punto, el ingeniero Spen King -quien viniera de colaborar con BRM en Le Mans- ideó el nuevo modelo usando como base muchos elementos del P6.
De hecho, el propio nombre del prototipo ya nos da bastantes pistas sobre su diseño. P6 por el modelo del cual tomaba la base. B por el motor Buick. Y, finalmente, S por ser un modelo Sport. Es más, aunque en un prototipo como éste existen más lagunas que certezas, según indican las más de las fuentes Rover podría haber ajustado aquí el V8 hasta los 185CV. Veintiséis más que los ofrecidos por el P5B 3.5. Además, la posición del mismo fue realmente interesante, escorado hacia el lateral derecho para montarse en transversal junto a la caja de cambios. Una solución muy similar a la adoptada, casi dos décadas después, por el Peugeot 205 T16 del Grupo B.
Además, el peso quedaba en unos 1270 kilos. Con todo ello, el Rover P6BS contaba con muchas papeletas para llegar a serie. De hecho, a finales de 1968 se encomendó a David Bache pulir su tosca apariencia de coche de pruebas en lo que, haciendo un guiño al mercado, ya tomaba el nombre comercial de P9. Sin embargo, durante aquel mismo año Rover se había fundido en el conglomerado de British Leyland. Y vaya, aunque en 1969 este deportivo con motor central ya contaba incluso con un modelo en arcilla para representar sus líneas definitivas, lo cierto es que aquella operación empresarial fue su sentencia de muerte.
No en vano, dentro de aquel grupo se encontraba Jaguar. Una marca que, lógicamente, no estaba dispuesta a permitir que ningún advenedizo Rover hiciera sombra a sus E-Type. De esta manera, el directivo de Jaguar William Lyons hizo valer su poder en British Leyland forzando la desaparición del futuro P9. Una pena pues, en verdad, éste podría haber representado la modernidad con su motor central-trasero. Mientras, el E-Type y su sucesor el XJS habrían abanderado el clasicismo. En fin, una oportunidad perdida que nos dejó sin disfrutar de un deportivo británico con motor estadounidense y diseño más que original.
Fotografías: Rover