Aunque los orígenes y los caminos que tomaron durante sus veinte primeros años de vida son similares, la historia de TVR es contraria a la de Lotus en muchos sentidos. Para empezar, digamos que los comienzos de TVR fueron una sucesión de coqueteos con el peligro financiero y que sus días de gloria no llegaron hasta después de 1973; un esplendor que terminó inexplicablemente tiempo después cuando el éxito de la compañía parecía por fin encarrilado.
El Gabinete de Ingeniería TVR fue fundado por TreVoR Wilkinson en 1947. Su primer coche, como el de Colin Chapman, fue un special, concretamente un Alvis de preguerra. Sin embargo, la sede de su empresa estuvo siempre en el complejo vacacional de Blackpool, en el noroeste inglés, muy lejos del polo de especialistas del suroeste de Londres donde se forjaron Lotus, Cooper, Brabham o McLaren. Fue por ello una marca altamente individualista, en la que las cosas se hacían a su propia –y singular- manera.
TVR Wilkinson decidió dedicarse a la fabricación de deportivos, por lo que en 1952 lanzó su primer sportscar, el modelo 2, un special con carrocería de aluminio y motor Ford del que actualmente sólo queda una unidad.
El avance decisivo vino con el Sporting Saloon, vestido con una carrocería de fibra de vidrio RGS. Era especial , porque, en una época en que un automóvil deportivo tenía que ser descapotable por definición, era un coupé. Y es que Wilkinson supo ver las grandes ventajas que podía ofrecer el nuevo material a todo aquel que quisiese dejar de soportar las inclemencias meteorológicas. Lo utilizó en combinación con un chasis de diseño propio sin demasiado éxito, es cierto, pero como primera piedra para acumular experiencia.
Siguió desarrollando el concepto en colaboración con el estadounidense Ray Saidel, quien le pidió que construyera uno de sus chasis y que lo equipara con suspensiones Volkswagen y motor Coventry-Climax (¡!). Remató el proyecto con fibra y así nació el Jomar, bastante parecido a los futuros Grantura –a excepción de la trasera fastback- y que llamó bastante la atención en USA.
En TVR se sentían fuertes y siguieron adelante desarrollando sus propias carrocerías. Nada demasiado complicado, en absoluto: unieron por sus partes traseras dos capós Microplas, hicieron el necesario molde y, después, le añadieron un techo en fastback. El resultado fue el mentado Grantura, un deportivo corto, más coquetón que elegante, pero verdaderamente importante porque sentó las bases estéticas de la casa de Blackpool para los próximos treinta años.
La llegada de Jack Griffith
Ilusionado tras verlo, Seidal se convirtió en el distribuidor de la marca en Estados Unidos. Exhibió el prototipo en el Salón de Nueva York y recibió, nada más y nada menos, que 200 pedidos. Eran buenas noticias. Las malas vinieron cuando TVR fue incapaz de asumir el trabajo y se fue a la quiebra tras cien Granturas MkI fabricados.
Tras salvarse de nuevo, Wilkinson aumentó la gama de propulsores con el del MG A y acopló unos discos de freno delanteros. Así nació el Grantura MKII. Tras cuatrocientas unidades vendidas, en 1962 llegaría el MKIII, con un nuevo chasis y con suspensión delantera Triumph en lugar de VW. Ese mismo año, con el objetivo de ganar prestigio, Wilkinson decidió iniciar un programa de competición, en el que se contemplaba la participación de sus coches en carreras de la categoría de las 12 Horas de Sebring o las 24 Horas de Le Mans; carreras que raramente lograron terminar. Los problemas financieros regresaron y, consciente de lo que él creía su fracaso, se marchó de la compañía para no volver jamás.
Jack Griffith, distribuidor norteamericano, se fijó en el potencial de la arruinada TVR, y tuvo la sensación de que en aquellos pequeños artefactos podría meter un V8 Ford y hacerle la guerra a Carroll Shelby y a sus legendarios Cobra. El temido nuevo modelo fue llamado Griffith y, fundamentalmente, se importó a los Estados Unidos, en donde se le montaban motores de entre 200 y 400 caballos. Como podréis imaginar, dado su ligero peso se trataba de una maquina ingobernable, pero tremendamente efectiva cuando conducida como se debiera. Ahora sí, se vendieron 250 unidades y los resultados en competición no se hicieron esperar.
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No obstante el Grantura seguía en producción, y en 1963 comenzó a montársele el motor de los MG B. Sin embargo, las pretensiones de J. Griffith fueron excesivamente ambiciosas para la marca y, aunque el Griffith se vendía, no llegaba todavía a ser rentable. Por tanto, los problemas de dinero regresaron y, con ello, un nuevo cambio de propiedad, esta vez a nombre de un accionista minoritario, Arthur Lilley. A éste no se le ocurrió otra cosa que poner al frente de la nueva empresa a su hijo de veintitrés años, lo que parecía ser la carne de cañón para su definitivo final.
Nada más lejos de la realidad: Martin Lilley salvó la compañía. El Grantura fue rediseñado y, en 1966, recibió el motor y la caja de cambios del Ford Cortina, transformándose en el nuevo modelo Vixen. En 1968 se introdujo el Tuscan, con propulsor V8, un chasis más ancho y largo pero con una apariencia similar. A las 73 unidades producidas se empezaron a introducir variaciones en el esquema inicial, como por ejemplo un V6 3 litros en 1969. Durante los próximos diez años el Tuscan alojaría motores L6 Triumph, sería turboalimentado y sería vestido con carrocerías cabrio y hatchback –siendo estas últimas las versiones Taimar.
Pero a mediados de los setenta, Lilley se dio cuenta de que TVR no podía seguir viviendo de lo que parecía ser un solo modelo con diversas preparaciones. En 1980 lanzó al mercado el nuevo Tasmin, el cual era mucho más grande y sofisticado, con una línea claramente angulosa para diferenciarse de las formas redondeadas que habían caracterizado a los coches de Blackpool casi desde sus orígenes. Hubo versiones V6 y V8, coupés y convertibles. El caso es que tras un trabajo de veinte años, la compañía por fin era rentable. Martin Lilley vendió TVR en 1984.
El químico
El acertado comprador fue Peter Wheeler, un industrial químico tan exitoso que había podido retirarse a los cuarenta años de edad. Adquirió TVR por la simple razón de que le gustaban sus coches, y resultó ser otro excelente directivo, que tiene en su haber el haber transformado a la conservadora marca inglesa en uno de las de los fabricantes de deportivos más dinámicos del mundo.
La filosofía de Wheeler se cimentaba sobre dos principios básicos: una base sencilla, a la que poder añadir progresivamente potencia. Sin ningún tipo de ayuda electrónica a la conducción, las sucesivas mutaciones harían sus máquinas cada vez más extravagantes: ensanchó la línea en cuña del Tasmin y lo transformó en un coche con ruedas y spoilers cada vez más grandes… Los TVR fueron admirados por la prensa especializada del momento.
Y volvieron a las carreras, pero de una manera distinta, más inteligente que antes. Wheeler desarrolló un nuevo Tuscan descapotable, con un fiero V8, producido únicamente para competición. Se trataba de organizar un campeonato de marca, en el que todo el mundo se lo pasase bien y quisiera volver al año siguiente. Él mismo conduciría uno de los coches. Finalmente, lo consiguió, y las “Series Tuscan” se hicieron famosas y extremadamente rentables. Las formas redondeadas del descapotable utilizado recordaban a los TVR’s de los comienzos y sirvieron de modelo para futuras creaciones que a la postre serían las mejores de la marca.
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Los últimos diez años de Wheeler fueron de triunfo en cuanto a innovación y racionalidad se refiere. Siguiendo su fórmula básica, produjo nuevas líneas de coupés y descapotables que abrieron un novedoso mercado. Chimera, Griffith, Cerbera, Tamora, T350, Tuscan (coupé, más tarde), Sagaris… parecía que en la compañía no se podían estar quietos. Y sin embargo, el proceso se desarrollaba de una manera progresiva, consistente, y relativamente barata de producir.
Por primera vez TVR fabricaba sus propios motores, cuya gama abarcaba desde un L6 hasta un V12, pasando por V8’s derivados del viejo propulsor Rover V8, los más utilizados. Animado por los resultados de las Tuscan series, Wheeler diseñó coches GT para las carreras internacionales; incluso regresó a Le Mans entre 2003 y 2005, sin resultados, es cierto, pero sin hacer el ridículo.
La era del exitoso químico fue una en la que la marca fue bien financiada y en la que estuvo dirigida con la energía y el sentido práctico que requiere una pequeña empresa que se dedica a hacer deportivos. Además, P. Wheeler supo cuándo bajarse del tren, en el momento en el que creyó que ya no podía llevar a los coches de Blackpool más lejos. Le ofrecieron 15 millones de libras en 2004, una cifra que parecía ser fruto de una valoración correcta, y vendió. Es una verdadera lástima que el comprador no tuviera nada más que dinero.
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