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El largo viaje
Concretamente se trata de un Stephens Salient Six “Model 92” Roadster, de los producidos entre 1920 y 1921, por mucho que la plaquita trasera rece otras fechas, pues por ejemplo el motor ya consta como producido por Moline Plow, lo que lo data por lo menos como posterior a 1920.
Fue originalmente vendido en Nueva Zelanda, donde recibió una primera restauración en los años 70, y en la década de 1990 viajó miles de kilómetros para terminar en la colección del “Automuseo de Forez”, sito en St. Germain Laval (Francia).
Desde que su dueño español lo adquirió hace ya varios años apenas ha tenido uso y ha permanecido tal y como se compró, hasta que recientemente se le dio un buen lavado de cara, cambiando el color que traía (un soso verde grisáceo oscuro) por este mucho más alegre verde claro, mucho más apropiado para una carrocería roadster.
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Más que una cara bonita
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El aspecto exterior del Stephens se corresponde con los estándares americanos de principios de los años 20: Grandes ruedas de radios de madera, faros delanteros “de cazoleta” y líneas sencillas en general, con pocas concesiones al diseño o las florituras.
El tamaño es bastante mayor de lo que parece en las fotos. Baste decir que tiene una batalla de tres metros, aunque los finos guardabarros y la sutil carrocería de dos plazas más “ahítepudras” dan una engañosa sensación de ligereza.
En cuanto a las sensaciones en marcha, el Stephens nos produjo buenas vibraciones. Para empezar, es un coche mucho más “fino” de lo que cabría esperar si tenemos en cuenta que lo fabricaba una empresa de arados y tractores, y como tal en su época se consideraba de clase media-alta. Eso sí, no hay que olvidar que estamos ante un coche de hace casi 100 años, y no existe ningún tipo de asistencia ni ayuda a la conducción más allá de la destreza y los sentidos del sufrido conductor.
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Ya solo el sonido de su motor nos sugería una cierta idea de calidad, pues emitía el ronroneo grave que pueden apreciar en el vídeo, sin mayores traqueteos o vibraciones que serían lo esperable de un coche de su edad. Y es que la “modernidad” de las válvulas en cabeza se nota.
Otro aspecto que nos sorprendió fue la capacidad de esta mecánica para subir de vueltas, consiguiéndose razonables velocidades desde parado en un tiempo relativamente bajo. El cambio de marchas de tres velocidades carece, como no puede ser menos, de cualquier sincronización, y sin embargo no plantea demasiadas dificultades en su uso.
Incluso se puede considerar el funcionamiento del Stephens como razonablemente silencioso, pues en otros automóviles americanos de su tiempo es característico el “chillido” que emiten el cambio y el grupo posterior a bajas velocidades… y sin embargo en nuestro protagonista apenas sentíamos estas molestias.
Una rareza altamente recomendable
De los frenos no se puede esperar demasiado; como buen coche de principios de los 20 carece de frenos en el eje delantero, y el pedal manda su fuerza mecánicamente mediante sendas varillas a las mordazas que actúan desde el exterior sobre los tambores traseros, que enseguida emitirán su particular chirrido.
Sin embargo, circular relajadamente por carreteras secundarias sintiendo el viento en la cara y a una velocidad cercana a los 60 o 70 kilómetros por hora en un artefacto como este, despertando la atención de cualquiera que se cruce con nosotros, es una experiencia altamente placentera y recomendable.
En conclusión, el Stephens es un típico producto de su tiempo –y su país- con algún pequeño toque de innovación que sin embargo no bastó para destacar entre el marasmo de constructores americanos que ofrecían productos sencillos, duraderos y sobre todo, más baratos gracias a la producción en cadena.