En 1953 General Motors dio todo un golpe de efecto presentando a la primera generación del Chevrolet Corvette. Con unas proporciones bastante compactas para el canon estadounidense del momento, su innovadora carrocería elaborada en fibra de vidrio también ayudó a poner el desempeño deportivo a la altura de no pocos roadsters europeos. Es más, gran parte de la prensa especializada vio en el Corvette una respuesta eficaz al auge de los descapotables británicos en el mercado americano. Algo que, comprobando las exportaciones de Jaguar a sus distribuidores en Estados Unidos, se antoja como un hecho más que plausible.
Además, el Chevrolet Corvette también tenía obvias lecturas para con el resto de fabricantes locales. En ese sentido, lo primero a destacar es cómo el auge económico de los años cincuenta, con cada vez más jóvenes y familias accediendo a la sociedad de consumo, abrigaba un amplio nicho de mercado para modelos como el Corvette. Algo que, por otra parte, revalidaría años más tarde Lee Iacocca al idear el Mustang. Además, el Corvette también se enmarcó en una segunda circunstancia: la constante competencia producida entre Ford, General Motors y Chrysler.
De esta manera, General Motors consiguió adelantar a sus rivales en la carrera tecnológica con la aparición de su nuevo Chevrolet deportivo. Algo que, tan sólo un año más tarde, sería contestado por Ford gracias al lanzamiento del Thunderbird en el Salón de Detroit 1954. Con unos veinte centímetros más de extensión que el Corvette, el nuevo Ford se presentó desde el primer momento como una opción perfecta para disfrutar de la carretera con una gran potencia bajo el capó. Gracias a ello, multitud de aficionados lo escogieron como su deportivo americano preferido hasta la llegada de los muscle clar.
Eso sí, utilizando el término “deportivo” dentro de los parámetros dados al otro lado del Atlántico. Nunca en los que cualquier seguidor de Vittorio Jano, Colin Chapman o Mauro Forghieri pueda tener en la cabeza. Así las cosas, el éxito comercial del Thunderbird estuvo presente desde el mismo momento de su lanzamiento. Algo que, sin embargo, no privó a Ford de querer ir un paso más allá en materia de competición. Y es que, desde 1947, la NASCAR se estaba consolidando como la serie de carreras más mediática en los Estados Unidos. Celebrada en circuitos generalmente ovales, ésta siempre tuvo a gala basarse en modelos de serie escasamente transformados.
De hecho, durante sus primeros años aquello fue una potente seña de identidad influenciada por las llamadas “stock car races”. Las cuales, a su vez, se inspiraban en las competiciones clandestinas celebradas por aficionados a la velocidad. No obstante, según la NASCAR ganaba público el interés de las marcas por estar en ella fue haciendo de su desempeño algo cada vez más profesionalizado. Debido a ello, durante los años cincuenta esta serie de carreras fue otro de los muchos campos de juego para la competencia entre el Ford Thunderbird y el Chevrolet Corvette. Algo que, en lo mecánico, trajo novedades más que interesantes.
FORD THUNDERBIRD F-CODE, UN MODELO SOBREALIMENTADO
A finales de los años veinte Bentley estaba más que asentada como una de las mejores marcas deportivas del momento. Es más, desde 1927 hasta 1930 acumuló cuatro victorias consecutivas en Le Mans. Algo posible gracias a la audacia de pilotos como Woolf Barnato o Tim Birkin. Los cuales promocionaron una de las mejores escaladas mecánicas en la historia del automovilismo británico. Además, justo antes de que la marca fuera absorbida por Rolls-Royce a cuenta del Crack de 1929, se presentó uno de los modelos más interesantes de entre todos los deportivos de preguerra.
Hablamos del Bentley Blower. Ideado por el ingeniero Amherst Villiers en base a unir el motor de los 4 ½ con un compresor volumétrico. Una tecnología pensada para enriquecer la cantidad de oxígeno aportada a la mezcla de combustión. Derivada de los altos hornos siderúrgicos aunque, desde 1926, eficazmente usada en los trazados automovilísticos gracias a modelos como el Amilcar C6. Es más, aunque en materia de sobrealimentación el turbocompresor se ha llevado la victoria frente a los compresores volumétricos, lo cierto es que incluso en los años ochenta se seguían fabricando modelos dotados de este estos elementos. Algo muy bien ejemplificado por los diseños Volumex derivados del Lancia 037.
Pero regresemos a los años cincuenta en los Estados Unidos. Y es que, a comienzos de 1957 General Motors presentó el Chevrolet Corvette 283/283 HP dotado con inyección de combustible. Proveniente de los motores Daimler con los que se equipó a no pocos aviones de combate nazis, esta tecnología tuvo una certera aplicación en serie al automovilismo deportivo gracias al Mercedes 300SL. A partir de aquí, los sistemas de inyección directa fueron especialmente deseados para las mecánicas más prestacionales. Mejorando así la eficiencia en el uso del combustible frente a los tradicionales sistemas de carburación.
Eso sí, controlar el dificultoso ajuste de aquellos primeros sistemas de inyección no era nada fácil. De hecho, hubo que esperar hasta los sesenta para que Bosch los fabricase de forma más o menos fiable y, aún así, restringida a ámbitos tan cerrados como la F1 con el Ferrari 156F1 Injection de 1963. Con todo ello, realmente resulta notoria la aparición del Corvette 283/283 HP antes de acabar los años cincuenta. Una de las versiones más interesantes y prestacionales de entre todas las registradas en su primera generación. Con unos 283 CV entregados por los bloques V8 con 4638 centímetros cúbicos y un par motor de 393 Nm.
En suma, introduciendo a la ecuación el factor de la importancia creciente de la NASCAR para los grandes fabricantes locales, lo cierto es que aquel Chevrolet con inyección directa era una opción fabulosa. Más aún si, ofreciéndose como se ofrecía en los concesionarios, estábamos hablando de una unidad homologable para aquellas carreras y no sólo de un simple prototipo. Llegados a este punto, resultó obvio que Ford habría de reaccionar. Y sí, lo hizo. De hecho lo hizo durante aquel mismo 1957 gracias a la presentación del Thunderbird F-Code.
Dotado de un sobrealimentador firmado por la casa Paxton, esta versión del Ford marcaba de salida unos 300 CV aún contando con un único carburador. Eso sí, de cuatro cuerpos. Además, dado que estos vehículos resultaban fácilmente trucables por más de un mecánico avezado en las carreras, a algunos Thunderbird F-Code han llegado a registrar cifras cercanas a los 400 CV. Algo que hace de este modelo uno de los Ford deportivos más excitantes de todos los tiempos y, sin duda, uno de los modelos prestacionales más interesantes para la industria estadounidense de los años cincuenta.
Desgraciadamente, a finales de la década aquella teórica competencia entre las grandes marcas de Detroit reveló su cara más ineficiente y perversa. Y es que, lejos de seguir entregando apoyo a las carreras de la NASCAR, Ford y General Motors se comprometieron mutuamente a replegarse sobre los vehículos de gran serie. De esta manera pactaban condiciones y eludían el hacerse daño. Pero también sacaban de la producción a modelos tan impresionantes como éste, el cual despedía su producción con algo menos de 200 unidades.
Fotografías: RM Sotheby’s